El defecto de la memoria

Un artículo redactado por Luis David Benavides, para el Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA).

El 6 de diciembre de 1998 es una fecha para el recuerdo. No solo porque por primera vez en casi cuarenta años un militar se hacía del poder en Venezuela, sino también porque ese día empezó un proceso de pérdida de memoria colectiva y un total desprecio por el pasado.


Los aciertos de la democracia parecían no tener ningún espacio en la memoria de los venezolanos. Ya nadie recordaba lo mucho que había costado salir de las dictaduras militares del siglo XX y mucho menos nadie parecía recordar que el poder civil, aunque a veces con errores en su accionar, se podía cambiar cada cinco años.

El olvido del pasado se iba conjugando con un desprecio por las instituciones. Y no es que la visión que tenía el país sobre ellas fuera inmerecida. Claro que no. El mismo Congreso había pasado de ser el templo de la democracia al circo de la demagogia y los partidos políticos se habían convertido de canales de la libertad a casinos de la corrupción. Eran días en los que ser político era sinónimo de ser ladrón.

Ya nadie parecía rendir respeto a la memoria de aquellos próceres civiles que tanto arriesgaron para recuperar la República que en ese entonces éramos. Ya nadie recordaba las hazañas de Leonardo Ruíz Pineda, Andrés Eloy Blanco, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Jóvito Villalba o Raúl Leoni.


Ni siquiera se recordaba a aquellos, que, con sus defectos, llevaron al país a ser una referencia democrática para el continente: Luis Herrera Campins, Gonzalo Barrios, Reinaldo Leandro Mora, David Morales Bello o el mismo Rafael Caldera. Y qué decir de Carlos Andrés Pérez, más que olvidado, censurado.


Es que la memoria colectiva del venezolano había venido olvidando las virtudes de vivir en democracia, porque lo cotidiano no se aprecia ni se valora, salvo cuando se pierde. La gente solo pensaba en la urgente necesidad de un cambio, de una transformación, de un giro de ciento ochenta grados del sistema. Ya nadie quería adecos o copeyanos. Ahora, todos, hasta los más agudos intelectuales y notables de la época, pedían a un hombre nuevo, un total outsider.


Y qué mejor candidato para llenar esas expectativas que un militar que años antes había encabezado una intentona golpista contra el entonces presidente Carlos Andrés Pérez. Quién mejor para llevar las riendas de un país que quiere cambio que una persona que se había rebelado contra el cogollo puntofijista y que además hasta había salido en televisión para aceptar su responsabilidad en los hechos.


Aquel comandante, era entonces, el más calificado para hacer borrón y cuenta nueva, olvidar el pasado y construir una Venezuela menos desigual, menos corrupta y con más orden. Tener a un hombre fuerte en la cabeza del Estado era garantía de éxito para aquellos deseos.


Solo que ese cálculo no era del todo exacto. El olvido colectivo había incluso borrado de la mente la mano dura de Castro, de Gómez, de Pérez Jiménez. La población ya no parecía recordar las torturas, la persecución a la disidencia, la censura a los medios, el exilio forzado de los líderes políticos y pare usted de contar. Incluso, ya nadie parecía tener noción de Pinochet, Videla, Noriega o Stroessner. Nadie veía peligroso que un militar llegara a la primera magistratura nacional.


Pero llegó y lo que vino después todos lo hemos vivido, sufrido y soportado. Lo curioso o lo contradictorio es que, a veintidós años de aquel 6 de diciembre de 1998, todavía hay quienes creen que es necesario un hombre fuerte en Miraflores. Peor, hay quienes creen o ven necesario que la transición a la democracia sea conducida por un militar. Pareciera que veintidós años de gobierno militar no han sido suficientes. Todavía hay quienes creen en esa tesis del gendarme necesario.


Los militares no tienen cualidades para ejercer el gobierno. No están preparados para gobernar y no se les da el arte de negociar y dialogar. Cuando en su camino algo se interpone, lo desplazan con la fuerza de las bayonetas y no con la fuerza de las palabras. Sus códigos no son los mismos que los de un civil. Su sumisión no es a la ley sino a quien tiene la autoridad. Su fin es y será siempre el mando. Tenga en cuenta que es más fácil militarizar a los ciudadanos que civilizar a los militares. Por todo lo demás, es que han de ser obedientes, no deliberantes y sometidos al poder civil.

Si la memoria colectiva del venezolano es igual a la de 1998, estamos condenados a padecer del síndrome de Estocolmo. Sí, es cierto, la civilidad es más lenta, a veces menos eficiente y disciplinada. Pero el que más grita no siempre tiene la razón. El que presume fuerza no siempre la tiene. El que usa las armas no sabe usar la lengua. Y en la política es mejor la lentitud de la lengua a la rapidez de las armas. Y si no, vean cuánto hemos pagado por elegir a un militar en vez de a un civil. No deje que su memoria, de nuevo, lo haga equivocarse.

12/04/2021, Caracas, Venezuela.

Abogado, UCAB. Cursando el Máster en Gerencia Pública IESA. Consultor en asuntos políticos y electorales, derechos humanos y políticas públicas.

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